OPINIÓN

LA TRISTEZA DE LA PRENSA A FIN DE AÑO.

Parece que tradicionalmente en México los errores ocurren en diciembre para que los periódicos no puedan reportarlos. O para que si los reportan la gente esté demasiado ocupada tirando cohetes y aguinaldos como para sentarse a leer noticias funestas. ¿Que la ONU y la CNDH piden que no se pase la Ley de Seguridad Interior? Muy bien, a primera plana y luego a usar el periódico para envolver los arreglos navideños que comienzan a desmontarse. Aunque no dudo que habrá algún funcionario siniestro que programe triquiñuelas para fechas en las que nadie esté poniendo atención, creo que de fondo acá se encuentra una especie de tristeza periodística (o escritural) que cobra forma, invariablemente, a fin de año. Si uno echa un vistazo a la antología La eternidad de un día (2016), que reúne clásicos del periodismo literario alemán publicados entre 1823 y 1934, verá que hacia fin de año es cuando se publican los textos más melancólicos, como “¡Se abren los albergues contra el frío!” (1932), una crónica de la malograda Else Feldmann sobre sus impresiones en los albergues para pobres, escrito a la sombra de De noches y calles de Praga, de Egon Erwin Kisch, quien llegó a hacerse pasar por mendigo para, también, reportar sobre la vida interior de los albergues que protegían a los más pobres del frío.

Por las mismas geografías y épocas, no puedo dejar de mencionar a mi héroe Karl Kraus, quien también hacia fin de año se mostraba particularmente apocalíptico, como da cuenta su denuncia contra lo peor del periodismo en “El ocaso del mundo por la magia negra” (publicado en diciembre de 1912, donde acusa, entre otras cosas, a la “prensa que en medio de la guerra tiene valor para dedicarse a la cháchara”); pero también podía mostrarse cínico, como lo hizo en diciembre de 1924, cuando le pidieron un artículo sobre los “Efectos y consecuencias de la Revolución rusa sobre la literatura universal”, y entregó una bromita que seguramente no le cayó en gracia al editor. Y es que en estas fechas los escritores disfrazados de periodistas, sencillamente, no quieren trabajar; es otra de las tristezas de invierno que se desprenden de cualquier página de periódico. Uno no se mete de escritor para que lo estén correteando con fechas de cierre. Los escritores no quieren ser profesionales, como diagnosticó, ya en enero de 1984 (es decir, pasadas las fechas), Fogwill, en “El periodismo no es para nosotros”, publicado en El Observador: “Soy escritor, una especie de chanta que hubiera preferido cobrar por anticipado, sin redactar la nota, y encontrar impresa en este mismo lugar una columna dedicada a comentar mis novelas y a reseñar las opiniones de los críticos que ya se han expedido favorablemente sobre la trascendencia de mi cautivante personalidad literaria”.

Me conmueve especialmente uno de los artículos que George Orwell publicó una navidad, del que se desprende una especie de ética espartana (a todas luces, una solución a la que se le orilló por las circunstancias históricas en las que se encontraba). Hablo de “Bare Christmas for the Children” (o “Una navidad desnuda para los niños”), publicado en diciembre de 1945 en el Evening Standard, a unos meses de que hubiera concluido la Segunda Guerra Mundial. Orwell cuenta allí cómo se paseó por algunas jugueterías para descubrir que, aunque no se encontraban tan vacías como en años anteriores, no se podía decir mucho más: la carestía de materiales se había traducido, también, en la escasez de juguetes de cera, de caucho o de celuloide, por no hablar de los sets Meccano alemanes. Sin desanimarse, Orwell apunta que finalmente un niño realmente no necesita de juguetes para divertirse. Cosa que es verdad pero no deja de ser triste. Como sea, me atrae la manera en que Orwell, tan escritor como periodista, vio de frente a su época, incluso en las fechas en que se nos animaba a distraernos. Es una lección de la que ahora podríamos sacar provecho.

Por Guillermo Núñez Jáuregui.

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